Lenguas, himnos y heridas: la batalla simbólica por el alma de España
España arde en relatos enfrentados: no es solo una tierra, sino una emoción en disputa. Nación, herida o mito, los nacionalismos la desgarran mientras compiten por dominar su alma colectiva.
Imagen creada por El Patio Político
¿Qué es España? ¿Una nación, un Estado, un proyecto histórico, una invención moderna? ¿Y de quién es? ¿De quienes la habitan, de quienes la gobiernan, o de quienes la sueñan? Estas cuestiones, lejos de tener una respuesta clara y objetiva, corresponden al epicentro de una batalla simbólica para la política española contemporánea. Un sistema político en el que la emoción ha sustituido al argumento racional, y donde el nacionalismo — tanto el centrípeto como el centrífugo — se erige como el gran canalizador del malestar, la identidad y la pertenencia.
Los nacionalismos, como bien definió Benedict Anderson, son comunidades imaginadas: unas simples construcciones sociales y simbólicas que viven por el relato, y no por el dato. El caso español, además, cuenta con ciertas peculiaridades, pues el conflicto no existe solamente entre diferentes proyectos territoriales, sino entre distintas maneras de imaginar lo común. El nacionalismo español, con cierto paralelismo a la religión, defiende un relato propio basando su existencia en una unidad histórica anterior a todos sus componentes, dotada de una esencialidad casi metafísica y superior, como si a un Dios idolatrado nos refiriéramos, mientras que los nacionalismos periféricos — como el catalán o el vasco — reivindican una autenticidad cultural y lingüística oprimida, que encuentra en el agravio un motor de legitimación.
Ambos mensajes funcionan mediante tres mecanismos idénticos: la simplificación emocional, la polarización moral y la apelación simbólica. El lenguaje, los himnos, las banderas o incluso los silencios constituyen así nuevas herramientas políticas para movilizar e incluir o excluir ciertas identidades políticas. Así, la reciente aprobación del uso del catalán o el euskera en el Congreso no es solo una medida administrativa: es un acto de reconocimiento (o de desafío, dependiendo de quién lo analice). Del mismo modo que cantar o silbar el himno español en un acto institucional deviene una declaración ontológica de reconocimiento o de reivindicación.
Esto es lo que Walter Benjamin denominó la “estetización de la política”: la emoción sustituye a la deliberación racional y el símbolo eclipsa al contenido. Esta estetización hace posible el consumo emocional del relato nacional: los ciudadanos votan ya no por su razonamiento ideológico, sino por pertenencia, por identidad, por el relato que llegue a sus emociones.
Ejemplos no faltan. La consigna “España se rompe” — aunque no haya sido empleada como lema oficial en campañas electorales — ha evolucionado como una muletilla ideológica recurrente para las fuerzas políticas conservadoras y reaccionarias de este país. Consistente en una fórmula emocionalmente cargada, diseñada no para describir una realidad objetiva, sino para movilizar afectos y sentimientos primarios: el pánico a la disolución de España, la inseguridad identitaria de la nación y la nostalgia de un orden centralista idealizado en una sola bandera. En esta línea, Vox ha recurrido a apropiar en su beneficio esta narrativa bajo eslóganes como “En Defensa Propia” o “Por España”, que no hacen sino reforzar una visión esencialista y excluyente de la nación, en la que cada cesión lingüística o pacto parlamentario con formaciones soberanistas es visto como una traición a la patria. Al mismo tiempo que, el independentismo catalán — especialmente durante el referéndum del 1 de octubre de 2017 — elevó la represión policial a un símbolo emocional que retraía con nostalgia el imaginario de la resistencia antifranquista y, en consecuencia, al Estado español en su conjunto. Así, ambos mensajes alimentan un antagonismo simbólico similar: el mito del conflicto de “España contra Cataluña” que no sólo ha calado en el tejido político catalán, sino que ha sido expandido por el resto del Estado español, generando así un conflicto existencial alrededor de una gran polarización afectiva en cuanto a tantas inseguridades identitarias del conjunto del Estado español, además de una imagen degradada del sistema democrático español en el panorama europeo e internacional.
Ambos relatos no pretenden ser realistas, sino alinear emocionalmente al ciudadano. El nacionalismo emocional no describe, ni analiza ni propone soluciones, sino identidades y movilizaciones; siendo este el momento en el cual la campaña electoral deja de defender un programa electoral y racional por defender un ritual afectivo
Así nace (o resucita) además el mito de las dos Españas — la España eterna y conservadora, frente a la España disidente y popular — que sigue funcionando como una llamada a la acción poderosa, no porque explique mejor la realidad, sino porque ofrece un terreno emocional fácilmente habitable. En este sentido, la batalla simbólica por España ya no es solo una disputa territorial, sino una lucha por el sentido. Y en esta lucha, no es la verdad quien hace al ganador, sino la credibilidad del relato en la mente colectiva.
Dicho esto, puede que el debate ya no esté centrado en qué es España, sino quién puede imaginarla sin convertirla en una herida.
Como gallego, trato con nacionalistas centrípetos y centrífugos. Nunca he tenido problema compartiendo lo que penso con ellos. Ahora, los políticos, esos si que rompen e incendian lo que puedan. Sea Abascal, Pontón o Rufián.
Se me ha quedado corto el artículo, quizás por eso dos veces bueno, y certero.
La frase final es digna de un objetivo político, de un eslogan de campaña, sin duda ganador.
Enhorabuena.