LOS OUTSIDERS: ¿SALVADORES O FARSANTES?
Prometen cambio, desafían al sistema y cautivan al público. Los outsiders irrumpen en la política como un torbellino, pero ¿son la solución que necesitamos o un espejismo más?
Imagen elaborada por El Patio Político
¿Qué es un outsider?
En política, el término outsider —que en español significa forastero— describe a aquellas figuras que irrumpen en el escenario político sin provenir de las estructuras tradicionales. Como un extraño que llega a un territorio desconocido, el outsider es alguien ajeno a la élite política, que logra abrirse paso hasta las esferas del poder. Pero no lo hace en cualquier momento: estos líderes emergen en épocas de descontento, cuando los partidos tradicionales parecen incapaces de dar respuesta a los problemas ciudadanos. Su condición de forastero no sólo define su origen, sino también la esencia de su discurso: un mensaje de ruptura contra el establishment, la promesa de renovación y un estilo frontal, sin concesiones.
Curiosamente, aunque los outsiders atacan con dureza a las instituciones democráticas tradicionales, rara vez buscan desmantelarlas por completo. En lugar de eso, centran su narrativa en la necesidad de reformarlas a fondo, lo que les permite presentarse como agentes de cambio sin ser percibidos, al menos al principio, como una amenaza absoluta para el sistema.
Sin embargo, no todo el que se vende como outsider lo es realmente. En tiempos de crisis política, presentarse como una figura ajena a la clase dirigente se convierte en una estrategia rentable, incluso para quienes han sido parte del sistema. A estos camaleones se les puede llamar outsiders estratégicos: políticos que, aunque han formado parte del establishment, moldean su imagen para conectar con un electorado desencantado. Destacan por su capacidad para moverse entre lo tradicional y lo disruptivo, adaptando su discurso a la crispación del momento. Ejemplos de este tipo abundan: Nayib Bukele, que fue alcalde antes de romper con su partido y reinventarse como figura antisistema en El Salvador; López Obrador, quien tras décadas en la política mexicana logró construir su candidatura presidencial como el gran opositor del régimen; o Emmanuel Macron, que pasó de ministro a líder de un movimiento “renovador” con el que conquistó la presidencia de Francia.
En política, los outsiders son como meteoritos que irrumpen en el panorama electoral sin pasar por los circuitos tradicionales del poder. Pueden venir del mundo empresarial, del espectáculo, del deporte o incluso de la comedia. Lo que los une no es su profesión de origen, sino su capacidad para venderse como una alternativa, como figuras ajenas al "pantano" de la política. Trump construyó su candidatura sobre su imagen de magnate implacable, Zelensky pasó de interpretar a un presidente en televisión a serlo en la vida real, Milei convirtió sus gritos en los platós de televisión en una campaña electoral imparable, y Jesús Gil, con su mezcla de empresario, showman y presidente de un club de fútbol, arrasó en Marbella con su estilo provocador. No importa de dónde vengan: su atractivo reside en romper el guión, desafiar a la estructura tradicional y prometer que, precisamente por no ser políticos, pueden arreglar el sistema mejor que nadie.
Pero no todos los outsiders juegan el mismo partido. Algunos son millonarios que prometen gestionar el Estado como una empresa, como Berlusconi; otros son figuras mediáticas que convierten su carisma en votos, como Beppe Grillo en Italia (cómico fundador del Movimiento 5 estrellas en Italia) o Zelensky en Ucrania. También están los tecnócratas sin pasado partidista que se presentan como expertos con soluciones "objetivas". Lo curioso es que ser un outsider no siempre garantiza el cambio: muchos terminan integrándose en el sistema que prometían destruir, otros fracasan rápidamente y algunos, lejos de renovar la política, terminan perpetuando las mismas dinámicas que criticaban
El espectáculo del político outsider
Si en algo coinciden todos los outsiders es en tener una gran estrategia de marketing y un gran uso de su comunicación. ¿Cuántas veces hemos visto a los políticos aburrirnos con sus largos e inentendibles mensajes? Ahí está una de las claves del éxito de estos líderes: hablan como la gente, con un lenguaje simple, directo y muchas veces agresivo. No temen lanzar insultos ni romper con la corrección política. Javier Milei, por ejemplo, ha convertido los insultos en su sello personal, reforzando su imagen de líder ajeno a la élite tradicional.
Pero la clave no está solo en lo que dicen, sino en cómo y dónde lo dicen. Al inicio, los grandes medios de comunicación los ignoran o minimizan, por lo que recurren a las redes sociales como su campo de batalla. Allí pueden conectar sin intermediarios, usando el lenguaje propio de cada plataforma. Donald Trump lo entendió bien en 2016: según un estudio de Andrés Roberto Rodríguez, el entonces candidato tuiteó 34.000 veces durante su campaña, mientras Hillary Clinton solo lo hizo en 9.800 ocasiones. No fue casualidad, sino estrategia: ser omnipresente y marcar la agenda sin depender de los medios tradicionales.
Además, estos líderes no solo buscan seguidores, sino verdaderos ejércitos que los defienden con fervor. Para eso, crean eslóganes directos y memorables. Trump tiene su "Make America Great Again", Milei su "¡viva la libertad, carajo!" y Chávez su "con Chávez manda el pueblo". Son gritos de guerra que refuerzan la identidad del movimiento y generan un sentido de pertenencia casi religioso.
Pero ningún ejército se moviliza sin un enemigo claro. Y los outsiders siempre lo tienen. Berlusconi construyó su ascenso atacando la corrupción política; Chávez se erigió como el salvador frente a las élites; Pablo Iglesias hizo de la lucha contra "la casta" su bandera; y Milei convirtió al "Estado opresor" en su gran adversario. No se trata solo de criticar el sistema, sino de encarnar la única alternativa real frente a él.
El otro aspecto fundamental es el show. Este tipo de políticos suelen acompañar su comunicación de momentos inéditos con el objetivo de que se hagan virales y la gente los reconozca o sienta atracción por ellos. Recordarán ustedes la motosierra de Milei, un elemento clave en su campaña y que representaba el recorte que quería llevar a cabo. También, recientemente, pudimos ver los bailes de Trump. La política, en gran medida, ha terminado convertida en un espectáculo. Y en este nuevo escenario, los outsiders han entendido mejor que nadie las reglas del juego.
Donald Trump bailando en uno de sus shows.
El caso español: ¿se puede ser un outsider en España?
Cuando se habla de outsiders en política, la mirada suele dirigirse al extranjero: Trump, Zelensky, Millei… Pero, ¿acaso en España no hemos tenido figuras que rompieran el molde? La respuesta es sí, y con perfiles muy castizos. Desde empresarios extravagantes hasta profesores convertidos en líderes de masas, España ha visto su propia versión de los outsiders.
Uno de los primeros en dinamitar el tablero político con un estilo propio fue José María Ruiz-Mateos. Empresario caído en desgracia tras la expropiación de Rumasa, transformó su vendetta personal en un espectáculo político sin precedentes. Disfrazado de Superman, lanzando tartazos a ministros y prometiendo devolver “lo que le habían robado”, llevó su cruzada hasta el Parlamento Europeo con una mezcla de populismo, performance y sed de revancha. No llegó muy lejos, pero demostró que en España el show y la política podían ir de la mano.
Ruiz Mateos vestido de Superman.
Algo que entendió también Jesús Gil, el empresario que en los 90 convirtió Marbella en su feudo político. Conocido por ser presidente del Atlético de Madrid y unos de los líderes del “ladrillazo” español, su ascenso se basó en la ruptura total con la política tradicional. Hablaba como la gente de la calle, sin filtros ni tecnicismos, y gobernaba Marbella como si fuera su empresa. Su estrategia de comunicación era puro espectáculo: piscinas rodeado de mujeres en bikini, frases lapidarias contra sus adversarios y una imagen de millonario transgresor que encantaba a quienes despreciaban y estaban cansados de la política convencional. Gil llevó al extremo la figura del outsider empresario, pero como muchos de su tipo, acabó devorado por la corrupción y los tribunales.
Jesús Gil y su famosa foto con mujeres en una piscina.
Dos décadas después, otro personaje ajeno a la política tradicional irrumpió con un discurso de ruptura, aunque con un estilo completamente diferente: Pablo Iglesias. No llegó a la arena política desde una piscina rodeado de mujeres, sino desde las aulas universitarias y los platós de televisión. Si Gil encarnaba la irreverencia populista de la abundancia, Iglesias representaba la rabia de la crisis. Construyó su discurso sobre una premisa clara: el sistema estaba roto y él era la herramienta para cambiarlo. A pesar de sus diferencias y salvando las distancias, Iglesias entendió la política de una manera similar a Gil: no solo importan los argumentos, importa el impacto en la sociedad. Su imagen, con la camisa arremangada y la coleta, no era casualidad; era su forma de representar a “la gente de abajo”, en oposición a la “casta”. Si Jesús Gil decía lo que otros no se atrevían, Iglesias ponía palabras al descontento de toda una sociedad. Su dominio del relato lo llevó a convertir un partido recién nacido en la tercera fuerza política del país y, finalmente, en vicepresidente del Gobierno.
Más recientemente, ha emergido una figura que se vende como outsider pero que en realidad juega otra partida: Alvise Pérez. Su estilo disruptivo, su uso agresivo de las redes sociales y su actitud desafiante hacia el establishment pueden recordar a los outsiders tradicionales, pero hay una diferencia clave: Alvise no es un outsider, sino un outsider estratégico. Antes de construir su imagen de justiciero antisistema, ya había pasado por partidos como UPyD y Ciudadanos y tenido acercamientos con VOX. Su narrativa de “lobo solitario contra el poder” es, en realidad, una estrategia diseñada para capitalizar el descontento juvenil y movilizar a su favor. Se presenta como alguien ajeno al sistema, cuando en realidad lo conoce desde dentro.
De las luces del escenario a las sombras del poder
En la historia reciente, la política y el espectáculo han dejado de ser mundos separados. Diversas figuras del entretenimiento han cruzado el umbral de la política aprovechando su conexión con el público y su capacidad para las relaciones mediáticas.
Uno de los casos más llamativos es el de Volodímir Zelenski, quien pasó de ser comediante a presidente de Ucrania. Antes de llegar al poder, Zelenski era conocido por interpretar, irónicamente, a un ciudadano común que llegaba a la Presidencia del país. El actor convirtió su habilidad de interpretación en su mejor baza, además de utilizar una comunicación sencilla y que era capaz de llegar a todos los ciudadanos.
Zelensky actuando como presidente.
Italia, por su parte, vio nacer en el escenario al irreverente Beppe Grillo, un comediante que se transformó en el rostro del Movimiento 5 Estrellas, un partido antisistema que revolucionó la política italiana. Grillo utilizó el humor corrosivo que lo caracterizaba para denunciar la corrupción, la incompetencia y las hipocresías de las élites políticas, canalizando el hartazgo de millones de italianos. Con su capacidad para captar la atención masiva, Grillo convirtió sus monólogos en un arma política y su blog en un espacio de movilización ciudadana que rompió con las formas tradicionales de hacer política. Aunque Grillo se retiró gradualmente del escenario político directo, su legado perdura en la transformación del panorama político italiano, donde el Movimiento 5 Estrellas sigue siendo una fuerza considerable.
Pero quizás el ejemplo más paradigmático a nivel mundial sea el de Ronald Reagan, quien pasó de las luces de Hollywood a ostentar el cargo de gobernador de California. Reagan era un actor reconocido que sabía cautivar al público desde la gran pantalla. Su capacidad para conectar emocionalmente con la ciudadanía a través de la pantalla, su tono optimista y su capacidad para narrar una historia convincente fueron claves. Su éxito lo llevaría a ocupar el Despacho Oval desde 1981 a 1989.
Muy conocido fue el caso del conocido actor Arnold Schwarzenegger, una superestrella de Hollywood conocido por interpretar a Terminator. Su imagen de héroe fue clave para captar la atención y movilizar a los ciudadanos para lograr ser gobernador de California. Si eres una estrella de cine la mejor estrategia que puedes seguir es entretener a la gente, y como vemos en la siguiente imagen, Arnold basó sus actos en eso, en dar espectáculo. Durante su mandato fue apodado cariñosamente como “Governator” una combinación amable de Governor y Terminator.
Arnold en uno de sus actos de campaña.
Estos personajes comparten algo más que un origen en el entretenimiento: todos supieron aprovechar su dominio del escenario, su capacidad para construir narrativas poderosas y su carisma para conectar con audiencias masivas. Sin embargo, también se diferencian en la forma en que dejaron su huella. Mientras figuras como Zelensky o Reagan construyeron imágenes de unidad y liderazgo positivo, otros como Grillo optaron por caminos más polarizantes, donde la provocación y el rechazo a las normas tradicionales se convirtieron en su bandera.
El dilema de la institucionalización: ¿se puede ser outsider dentro del sistema?
El destino de los outsiders políticos parece seguir un patrón inevitable: llegan como disruptores que prometen destruir el sistema, pero, al ocupar el poder, el sistema suele terminar absorbiéndolos. ¿Cuánto tiempo tarda este proceso? Depende de cada caso, pero la paradoja es clara: quien entra como forastero acaba, casi siempre, integrándose en el engranaje que alguna vez prometió romper.
El caso de Pablo Iglesias es particularmente revelador en este sentido. Cuando emergió en la escena política española, Podemos se posicionó como una fuerza que cuestionaba el modelo de "la casta", término que Iglesias popularizó para referirse a las élites políticas y económicas españolas. Su discurso apelaba a una ruptura total con el sistema, ofreciendo una alternativa para los descontentos con los partidos históricos. Sin embargo, con el tiempo, Podemos fue entrando en la dinámica política tradicional, bien necesaria para alcanzar cuotas de poder, pero lo alejó de su imagen de político distinto. El ascenso de Iglesias al cargo de vicepresidente del Gobierno marcó un punto de inflexión: una vez dentro de las instituciones ejecutivas, su figura pasó de ser el rostro de la insurgencia a uno más en el engranaje del poder. Paradójicamente, él mismo terminó siendo acusado por sus adversarios, e incluso por antiguos aliados, de haberse convertido en "casta".
En Estados Unidos, Donald Trump es otro caso fascinante. Llegó a la presidencia como un magnate empresario que se proclamaba enemigo del “pantano” de Washington. Su estilo populista, irreverente y polarizador lo consolidó como el outsider por excelencia. Sin embargo, una vez en el poder, su gobierno se basó en alianzas con sectores tradicionales del Partido Republicano y en el uso del aparato estatal, transformándolo más en un gestor del sistema que en un destructor de este.
Finalmente, esto nos lleva a un interrogante fundamental: ¿es posible mantenerse como un outsider en el poder? ¿O es el poder, por definición, incompatible con la naturaleza del outsider? Quizás, la verdadera ironía radica en que el sistema no solo sobrevive a sus críticos más encarnizados, sino que los utiliza para renovarse y perpetuarse. En este ciclo, los outsiders que no logran adaptarse suelen ser efímeros, mientras que quienes permanecen terminan pareciéndose más al sistema que alguna vez prometieron destruir. En política, parece que nadie es realmente inmune a convertirse en aquello que criticaba.
¿Época de outsiders?
Los outsiders no son una moda pasajera ni una excepción en la política; son el reflejo de un sistema que deja espacios sin cubrir. Su irrupción no responde solo al carisma individual o a estrategias de comunicación efectivas, sino a un descontento real que los partidos tradicionales no han sabido gestionar. No vienen de la llamada "clase política"—ese grupo que parece moverse en círculos cerrados—y justamente por eso logran conectar con quienes se sienten fuera del sistema.
No hay una única fórmula para su éxito. Algunos entran como un vendaval, rompiendo esquemas con el espectáculo como bandera; otros, con una narrativa de confrontación directa contra las élites. Lo que los une es su capacidad para leer el momento político y apropiarse del relato. No siempre logran consolidarse en el poder, especialmente en sistemas parlamentarios donde la estabilidad depende de pactos y estructuras más rígidas. Pero en contextos de crisis, donde la gente busca respuestas rápidas y liderazgos disruptivos, su presencia es casi inevitable.
¿Seguirán apareciendo? No es cuestión de si lo harán, sino de cuándo y cómo. Mientras la política tradicional siga desconectada de la calle, los outsiders encontrarán el terreno fértil para irrumpir. No son una anomalía, sino un síntoma de un sistema que deja vacíos. Y mientras esos vacíos existan, siempre habrá alguien dispuesto a llenarlos, con o sin la venia de la clase política.
Buen artículo!.
Si señor!
Ahí están ya identificados.
Seguirán saliendo al Patio Político?
Me temo que si. Que esta polarización tan radical que sufre la Política es terreno abonado para estos políticos.
Algunos han tenido exito.
Otros no tanto.
Y otros directamente.... Dan miedo!