La trampa emocional de la política
La política racional ya casi ni existe, es el momento de la esperanza, el miedo y la ira. Es el momento de la manipulación y la propaganda, pero ¿cómo consiguen que caigamos?
Imagen elaborada por El Patio Político
Imagina que cada decisión que tomas, cada opinión que tienes, está siendo moldeada sin que te des cuenta. La propaganda política no es algo que solo pasa en dictaduras lejanas, está aquí, justo frente a ti, a un clic de distancia. No se trata solo de ideas que nos venden, sino de emociones que nos hacen sentir. Miedo, ira, esperanza: esas son las verdaderas armas. Y lo peor de todo, ni siquiera lo notamos. La política moderna ha aprendido a jugar con nuestras emociones mucho mejor que con nuestra razón, y en ese juego, la mentira no siempre es la más peligrosa. Lo realmente inquietante es que, a veces, ni siquiera sabemos que estamos siendo manipulados. ¿Te atreves a descubrir cómo?
Vivimos en una era donde las noticias falsas viajan más rápido que las verdaderas, donde un tuit incendiario tiene más impacto que un análisis detallado y donde los políticos, en lugar de convencernos con datos, buscan hacernos sentir algo. Pero lo inquietante no es que nos manipulen, sino que muchas veces ni siquiera nos damos cuenta de que está ocurriendo. Creemos que nuestras opiniones son propias, cuando en realidad han sido moldeadas cuidadosamente por campañas y mensajes que entienden mejor que nosotros mismos qué nos enfada, qué nos asusta y qué nos motiva. La pregunta no es si somos manipulados, sino hasta qué punto.
Un ejemplo claro de esto son las campañas de Trump. Su éxito no radicó solo en su discurso, sino en la forma en que convirtió la política en una narrativa emocional. No vendía solo propuestas, sino una identidad, una causa. Para sus seguidores, no era solo un candidato: era una bandera, una sensación de pertenencia. Y en un mundo hiperconectado, las redes sociales se convirtieron en el campo de batalla perfecto para amplificar esos mensajes. Facebook, Twitter, TikTok… No son solo canales de comunicación, sino herramientas de manipulación que explotan nuestras propias vulnerabilidades.
Aquí es donde la propaganda de hoy se distingue de la de antes. Antes era más burda: carteles, pancartas, discursos televisados que te decían qué pensar. Ahora es más sofisticada. No nos dice abiertamente qué hacer, sino que nos da la ilusión de que estamos llegando a nuestras propias conclusiones. Los algoritmos han perfeccionado el arte de la manipulación: saben lo que nos gusta, lo que tememos y lo que nos indigna. Nos ofrecen información filtrada, ajustada a nuestras emociones, reforzando nuestras creencias y aislándonos de cualquier argumento contrario. Así, la propaganda moderna no impone, sino que seduce. Nos da exactamente lo que queremos escuchar, hasta el punto en que terminamos votando, opinando y reaccionando de manera casi predecible.
Pero ¿qué entendemos realmente por manipulación? Cuando escuchamos la palabra, la asociamos de inmediato con algo negativo. A nadie le gusta sentirse manipulado, y solemos creer que solo las personas ingenuas o desinformadas pueden ser víctimas de ello. Sin embargo, ¿es siempre algo malo? Un día, un profesor nos hizo reflexionar con un ejemplo sencillo: para hacer una tortilla de patatas es necesario manipular los ingredientes—la patata, la cebolla y el huevo—transformándolos en algo nuevo. En política ocurre algo similar: la manipulación no siempre implica una intención oscura o engañosa, sino que se trata de la construcción de mensajes y narrativas que influyen en nuestra forma de pensar sobre ciertos temas.
De hecho, la manipulación es parte de nuestra vida cotidiana. Cuando éramos niños y queríamos un juguete, buscábamos la mejor manera de convencer a nuestros padres. Si de adolescentes pedíamos permiso para salir, escogíamos cuidadosamente las palabras: “Voy con Pedro, tú sabes que es el más responsable”, “no llegaré tarde”, “si me dejas, estudiaré más después”. Todo esto son formas de manipulación, pero no necesariamente negativa, sino simplemente una estrategia de comunicación para lograr un efecto. La diferencia radica en la intención y en las consecuencias.
El problema surge cuando la manipulación se usa con fines maliciosos, como para criminalizar a un grupo de personas, difundir odio o distorsionar la realidad con fines políticos. No hace falta que un gobierno totalitario nos diga qué pensar, basta con que quienes manejan los datos sepan exactamente cómo hablarnos. Un político no necesita prohibir la prensa crítica si puede inundar el espacio público con desinformación. No necesita decirnos que no votemos por su adversario si puede convencernos de que todos los políticos son corruptos y que votar no sirve para nada. No necesita justificar una medida impopular si logra que odiemos más al enemigo que a la propia medida. Así, la manipulación no siempre nos dice qué creer, sino que nos cierra cualquier alternativa que nos permita pensar de forma diferente. Nos convierte en peones de un juego que creemos estar jugando con libertad.
Y no solo nos manipulan para que creamos cosas falsas, sino para que sintamos que pensar diferente es peligroso. Si un discurso logra convencernos de que cuestionar ciertas ideas nos convierte en traidores, en enemigos, en amenazas para nuestro propio país, entonces el control ya no necesita ser forzado: se vuelve voluntario. La verdadera victoria de la propaganda no es solo que creamos algo, sino que defendamos esa creencia con una lealtad ciega, incapaces de considerar siquiera que podríamos estar equivocados.
Lo inquietante es que esta manipulación no siempre es obvia. A veces, la propaganda se disfraza de información objetiva; otras veces de entretenimiento. Un meme puede ser tan efectivo como un discurso. Un meme viral que ridiculiza a mujeres, inmigrantes o minorías no es solo un chiste: es una forma de reforzar prejuicios y legitimar narrativas de odio. Y lo consumimos sin esfuerzo, porque el cerebro prefiere lo simple, lo emocional, lo que no exige un análisis profundo.
Y esto nos lleva a una pregunta incómoda: ¿atentaríamos contra nuestros propios intereses sin darnos cuenta? A primera vista, parece absurdo. ¿Quién votaría por alguien que va a perjudicarlo? Y sin embargo, la historia está llena de ejemplos. Alemania, 1930, nazismo: millones de ciudadanos apoyaron en 1932 a un partido y una idea que acabaría cometiendo uno de los episodios más infames y crueles de la humanidad. Pero no hay que irse tan lejos, más recientemente, en democracias actuales, vemos cómo sectores de la población defienden políticas que, en la práctica, terminan afectando negativamente al conjunto de la población. El compañero Jordi Sarrión Carbonell, al leer Pornocracia de Jorge Dioni Lopez, hizo una observación interesantísima en unos de sus vídeos que llamó nuestra atención: comparó el sadomasoquismo con los discursos populistas de figuras como Milei o Trump. Jordi señalaba que algunos ciudadanos encuentran un extraño consuelo en la aplicación de medidas agresivas contra ciertos sectores, siempre que sientan que no les afectará a ellos. Cuando Trump promete expulsar inmigrantes, experimentan cierto alivio y comodidad al creer que ellos están a salvo, protegidos por su nacionalidad. Es la tranquilidad de quien asiste a una tormenta convencido de que nunca le alcanzará. Como decía Jordi en su vídeo citando a Jorge Dioni Lopez: “los azotes siempre duelen un poco menos imaginados en el culo de los demás”.
Si la propaganda es tan efectiva, ¿qué podemos hacer? No se trata de vivir paranoicos ni de desconfiar de todo, sino de desarrollar una mirada crítica. La clave está en la razón. Debemos preguntarnos constantemente: ¿qué emoción está explotando este mensaje? ¿por qué me hace sentir así? ¿me están ofreciendo información o solo me están manipulando para reaccionar de cierta manera? La política no es solo un juego de estrategias y discursos. Es una batalla constante por la verdad, por definir qué versión del mundo prevalece. Y en esa lucha, la propaganda es una herramienta poderosa. No podemos escapar de ella, pero sí aprender a verla por lo que es. Al final, el reto no es eliminar la propaganda, sino evitar que nos controle sin que siquiera lo notemos.
Muy buen artículo!!
Buenas tardes!! Ha sido un artículo muy interesante, mayoritariamente imparcial, objetivo y muy revelador. No obstante creo que si queréis dar ejemplos reales y mantener la imparcialidad no solamente deberíais darlos de un lado 😉.
Por otro lado me interesaría mucho una newsletter bien larguita del funcionamiento interno de los partidos, de lo que no nos enteramos. De las estrategias de poder en organizaciones. La ley de hierro de las oligarquías sería un buen punto de partida.
Seguid con el buen trabajo, un saludo!!